07/04/2016
Una verdad para el alma
Por Ángela Vallvey, escritora
Cierta vez coincidí con un tipo que tenía en Internet una de esas páginas de «intercambio de contenidos», eufemismo con el que en España incluso la judicatura ha denominado al robo de productos culturales. En cuestiones de ratería electrónica, somos una potencia. Solo China está por delante. Hurra.
Tal espécimen había escaneado —entre los de otros muchos autores—, todos mis libros, que ya hay que tener ganas, y los «regalaba» a miles de descargas en formato PDF. Me dijo que él era mejor que una biblioteca pública, que era una especie de obra social, solidario y toda la pesca. Que contribuía a democratizar la cultura. O sea. Tenía un alto concepto de sí mismo, a pesar de su bajeza moral.
«Sin ánimo de lucro», aseguraba impertérrito, y eso que su página «electrónica» tenía tantas visitas que había conseguido cuatro anuncios publicitarios «fijos» por los que ingresaba unos mil euros al mes. Regalando libros ajenos y tocándose el acné senil, logró ser mileurista. Su vocación de sabandija había dado sus podridos frutos.
Por cierto: no leía nada, no era lector. Los libros eran para él una minucia, y no comprendía por qué yo les daba tanta importancia hasta casi amoratarme de indignación cuando nos presentaron.
Reconozco que su negociete me pareció una cosa de lo más limpia. No en el sentido moral, claro. Aquella «página de intercambios» no tenía las dificultades materiales de una tienda de barrio, por ejemplo, la cual hay que atender en sus gastos, abastecer y limpiar. Se sostenía del aire virtual de internet. Mientras que un escritor come, suda, paga impuestos y a duras penas sale adelante, aquel tipejo no tenía que esforzarse nada más que para levantar su jarra de cerveza y brindar por los filones parasitarios que ofrece la última revolución industrial.
La inauguración del negocio de aquel coprolito del ciberespacio coincidió con una campaña, alentada por un sector de la política y los negocios, que se empeñó con éxito en hundir los formatos físicos de los medios de comunicación y de la cultura, para quedarse con los restos del escuálido pastel, en su versión cibernética, y como venganza social sobre un sector, «el de la cultura», odiado, despreciado y envidiado en igual medida en una España que termina siempre echando los restos mortales de Cervantes o Quevedo a la fosa común, donde espera que los genios reciban una postrera cura de humildad. (¿O qué se habían creído esos escritorzuelos, que eran mejores que el resto…?).
Entonces, muy desmoralizada, me pregunté de qué servía la creación. ¿Valía la pena empeñarse en vivir creando, en publicar artículos, novelas, poemas…?
Me costó mucho encontrar una respuesta.
Dudé. Pero, al final, me dije que sí.
Sí, merece la pena.
Porque componiendo novelas, artículos, poemas, ensayos..., lo que trata de hacer cualquier autor es acercarse a la verdad, e iluminar con ella al resto de sus congéneres, y a sí mismo. Disponer una experiencia emocional e intelectual única e intuitiva que provoque en los demás un golpe de efecto que, en algunos casos felices, sea capaz de cambiar sus vidas. Casi siempre a mejor.
Eso es algo grande, asombroso. Eso es la verdad, su sagrada magia.
Así que resolví que prefería ser pobre, pero estar al lado de los que intentan perseguir la recompensa de la verdad, que es luz para el alma, antes que afanarme por conseguir los cuatro duros indecentes que reporta el negocio de la explotación del trabajo ajeno, por muy lucrativo que ello sea.
Pie de foto: La escritora Ángela Vallvey.
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