20/10/2015
Un mundo diferente
Por Care Santos, escritora
Qué le debo a los libros y qué a la vida. Dónde aprendí lo que sé, de quién, a través de qué mecanismos. Con qué títulos y en qué momento contraje mis mayores deudas. Me formulo a menudo este tipo de preguntas. Aunque no logre cuantificarlo, sé lo mucho que les debo a las lecturas realizadas a lo largo de toda una vida de vivir en los libros. No en los míos, por supuesto —los míos son sólo una consecuencia, que llegó después, tarde—, sino en los de otros.
Los autores me contemplaban desde los anaqueles de mi primera biblioteca pública, desafiándome con su orden alfabético y sus nombres por completo desconocidos: Austen, Dickens, Collins, Defoe… (estamos ante el anaquel de Literatura inglesa). Poco a poco sus nombres fueron haciéndose familiares, íntimos, y sus libros se transformaron en lugares donde vivir. No era una vida como otras, sino una vida concentrada, que prescindía de las elipsis y de lo superfluo. Allí aprendí del amor y de la muerte y del dolor y del corazón negro de la venganza y de la fugacidad de la existencia mucho antes de que la vida me enseñara todo eso pero de un modo mucho más desordenado. La Literatura fue una escuela de lo esencial, aquello que nadie me contaba o que te llevaba toda una vida saber. Los libros fueron un atajo hacia la sabiduría y también un distintivo. Quien leía sabía cosas terribles que los demás ignoraban. Siempre supe que pertenecer a ese club significaba formar parte de una elite de privilegiados. Yo quería saber lo terrible. Sobre todo, eso.
En los libros también aprendí a admirar, a respetar. Los escritores que yo amaba no parecían personas normales. Se dedicaban a su vocación en cuerpo y alma. A veces se olvidaban un poco de vivir por inventar las fantasías que a mí tanto me subyugaban. El mundo no hubiera sido ni mejor ni peor si uno solo de aquellos escritores a quienes yo amaba no hubiera escrito sus libros. Qué importancia tendrá algo tan nimio, ahora que podemos mesurar el Universo. Qué papel tiene un hombre entre siete mil millones. Pero yo hubiera sido diferente sin aquellos libros. Otra persona, sin duda. Más gris, menos entusiasta, más ignorante. Si ellos no hubieran escrito sus libros, yo no estaría hoy aquí, tratando de hacer con las palabras un mundo. Si ellos hubieran tenido que dedicarse a otra cosa —Walter Scott era abogado, por ejemplo, y hubiera ejercido como tal si no hubiera sido un escritor de éxito— también yo habría tenido que hacerlo, más de un siglo y medio después.
No creo que los lectores que les permitieron vivir de escribir y a veces hacerse inmensamente ricos pensaran alguna vez qué significaba comprar las historias de Dickens, de Collins, de Scott, de otros. La mayor muestra de respeto al trabajo de un creador, en primer lugar. Un modo de decir: Aprecio tu trabajo, por eso pago por él. También era un modo de perpetuar ese mismo trabajo. De convertirlo en un legado para el mundo. Sin esos lectores que respetaron, se entusiasmaron y pagaron por leer, tal vez muchas de las obras que hoy conocemos no existirían. ¿El mundo rotaría de un modo diferente? No. Pero sería un lugar en el que merecería menos la pena vivir.
Por eso la mejor manera de admirar a un creador es valorar su trabajo. Colaborar a que siga haciéndolo.
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