05/06/2018
Globos sobre el Atlántico o cómo defender Europa en tiempos de posverdad
Por Antonio Muñoz Vico, asociado sénior en el Departamento de Propiedad Intelectual de Garrigues y miembro de Garrigues Digital.
Aprendí también a elaborar historias que, aunque falsas, resultasen verosímiles. Me convertí en un maestro de la fabulación. Acabé creyéndome mis propias mentiras. Me acostumbré a que no hubiese más verdad que la mía, la que alumbraba con mis palabras. […] La verdad pura y simple brillaba por su ausencia. Todo era un conjunto de mistificaciones.
José Luis Cancho. Los refugios de la memoria.
Atravesar el Atlántico en globo no es sólo una gesta admirable, sino también una de las grandes mentiras del siglo XIX. El autor del embuste, Edgar Allan Poe, es uno de tantos escritores que, en ausencia de leyes que protegieran eficazmente sus derechos, se vio obligado a ejercer de gacetillero y hasta a imaginar y divulgar bulos en periódicos sensacionalistas para vivir de la pluma. El Atlántico no se cruzaría en globo hasta 1978, pero a Poe no le tembló el pulso al asegurar en una crónica de 1844 que unos aventureros habían sobrevolado el océano a bordo del dirigible «Victoria». Los lectores del New York Sun asumieron la noticia con entusiasmo y credulidad: si los franceses habían realizado el primer viaje en globo en 1783 –cuando un gallo, una oveja y un pato se elevaron sobre Versalles para asombro de María Antonieta–, ¿por qué dudar de la noticia publicada por el diario neoyorquino? El escritor confesaría su pecado años más tarde en «El camelo del globo».
¿Fue Edgar Allan Poe el inventor de las «fake news»? Las mentiras con trazas de verosimilitud se conocen hoy como noticias falsas y se han convertido en uno de los fenómenos del siglo. Divulgar bulos para confundir y desestabilizar al poder es algo que ha ocurrido siempre. Lo que nos inquieta ahora es la facilidad con que las falacias se propagan en la Red y seducen a millones de personas. Ningún titular es tan sugestivo como el que nos dice exactamente lo que queremos oír; ninguna noticia es tan dañina como la que desdibuja la frontera entre las causas nobles y las más burdas; ninguna tan peligrosa como la que emborrona y socava la credibilidad de la democracia (de sus procesos electorales, de sus valores y sus instituciones) apelando a las emociones y despreciando el valor de los hechos. Las redes sociales se han convertido en el medio más común para la difusión de noticias falsas, pero quienes las conciben son personas de carne y hueso que persiguen objetivos premeditados. Y lo hacen a través de algoritmos que repiten sin descanso la consigna marcada: la condición de forastero de Barack Obama, la homosexualidad de Emmanuel Macron o el oscurantismo de la democracia española frente al desafío catalán al imperio de la ley. Poco importa el pretexto si puede servir para cambiar el signo de unas elecciones o brindarnos la llave del poder.
El lenguaje no es inocente: los asesores del presidente Trump acuñaron la expresión «hechos alternativos» para dotar de legitimidad semántica a la mentira. La Rusia de Putin promueve la confusión masiva en las redes, pero se escuda en el término «fake news» para desacreditar a quienes denuncian sus métodos. Ahora, un grupo de expertos auspiciado por la Comisión Europea (el «High Level Expert Group on Fake News» o HLEG) aboga por hablar de «desinformación» en detrimento del escurridizo «fake news». La desinformación abarcaría cualquier tipo de información falsa, imprecisa o engañosa dirigida a causar un daño a la colectividad o a generar réditos económicos. El informe del comité de expertos esboza las líneas maestras sobre las que la UE hará frente al fenómeno de la desinformación. Pero, ¿debe Europa legislar para frenar el avance de la posverdad? Y si ese fuera el caso, ¿cómo hacerlo sin afectar a los derechos y libertades que nos definen como europeos: la libertad de expresión, el derecho a la información o la libertad de prensa? La respuesta no es fácil ni unívoca. El grupo HLEG desaconseja legislar en el corto plazo y opta por fomentar un marco de autorregulación acordado entre los principales interesados: las plataformas de internet, los medios de comunicación, la industria de la publicidad y los «fact-checkers» (periodistas u organizaciones sin ánimo de lucro encargados de contrastar noticias dudosas).
El pasado 26 de abril, la Comisión Europea recogió el testigo del HLEG y anunció medidas inminentes. La Comisión da a las plataformas hasta octubre de 2018 para poner en marcha un código de buenas prácticas que persiga, entre otros, los siguientes objetivos: 1) la identificación de las noticias publicadas a cambio de un precio –con especial énfasis en la propaganda política– y la restricción de la publicidad como vía de financiación para quienes difunden campañas de desinformación; 2) una mayor transparencia de los algoritmos que permita a terceros independientes comprobar que no responden a sesgos ideológicos; 3) el cierre de perfiles falsos y la persecución de los denominados «bots»: algoritmos robotizados que ayudan a posicionar determinadas noticias sobre otras; 4) las plataformas deberán también sugerir a sus usuarios fuentes de información que ofrezcan puntos de vista diversos a fin de mitigar el sectarismo. Se trata, en suma, de rastrear y controlar el origen de la desinformación, sus vías de financiación y los protocolos seguidos para su difusión.
La Comisión promoverá, además, una red europea de verificadores de hechos que facilite el intercambio de experiencias nacionales, programas educativos dirigidos a cultivar el espíritu crítico en las redes (anunciándose una «semana europea de la alfabetización mediática») y medidas de apoyo a los Estados Miembros para fortalecer sus procesos electorales frente a unos ciberataques cada vez más sofisticados. Todo ello en el marco de una estrategia coordinada entre la Unión y los gobiernos de los 28 para rebatir falsas narrativas sobre Europa y proteger el ecosistema europeo de medios de prensa (ese «periodismo despierto capaz de dirigir el interés de las mayorías hacia temas relevantes para la formación de la opinión política», al que apelaba Jürgen Habermas en una entrevista reciente concedida a un medio español).
Europa se posiciona así frente a las «fake news» y se da de margen hasta diciembre de 2018 para decidir si la autorregulación es suficiente. Entretanto, la contienda contra la desinformación debe librarse también desde la sociedad civil: es nuestra responsabilidad como ciudadanos ejercer la libertad de expresión con audacia para contrarrestar el poder expansivo de la mentira –tantas veces prestigiado por modas o corrientes de opinión–, y abordar con escepticismo los juicios sumarísimos a la democracia representativa. Porque, como advirtió Edgar Allan Poe, la manipulación de la realidad para halagar al público o reforzar sus prejuicios resulta mucho más eficaz que informar con rigor sobre una actualidad a menudo compleja y vidriosa. Bajo ese prisma, la lucha contra la posverdad es sólo un flanco más en la batalla cotidiana por la democracia en Europa. Decía Ovidio que la ley está para que el poderoso no lo pueda todo. Veintiún siglos después de Ovidio, casi dos después de Poe y tras dos guerras mundiales, los europeos hemos aprendido que más allá de la ley y de la democracia sólo hay una certeza posible: la verdad deshonrosa de los totalitarismos. A todos nos concierne evitar que la historia se repita.
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